Siempre he presumido que no tengo jet lag o como mínimo mi ciclo circadiano se adapta rápido al nuevo horario. Me despierto de madrugada, voy al lavabo y vuelvo a dormir. Un lujo que funciona siempre que no compartas habitación con los niños. Entonces es otra cosa.
Cenamos rápido en el hotel y vamos a dormir. A las 9 y pico de la noche hora local nos metemos en la cama. Estamos agotados y caemos fulminados. A las 4 de la madrugada los niños se despiertan. Para su cuerpo son las 10 de la mañana. Han cargado baterías y están llenos de energía.
– ¿Vamos a desayunar?
– Todavía no, es de noche.
– ¡Yo tengo hambre!
Les volvemos a explicar que la tierra gira, que en Barcelona es de día pero aquí todavía no… Convencemos a la niña que vuelva a la cama e intente descansar un rato más. El niño insiste que quiere dormir conmigo. Hacemos cambio de cama. Noto la pesadez de los ojos y un socavón.
– ¡Mamá, quiero leche!
– Sólo tenemos leche fría. ¿Quieres?
– ¡Nooooo, fría no! ¿La calientas?
– Es que aquí no tenemos nada para calentar la leche.
– ¡Yo no quiero estar en un hotel, quiero una habitación con microondas! ¿Bajamos al restaurante?
Le explico que todo el mundo duerme, miramos por la ventana para comprobar que efectiamente es negra noche y parece que está medio conforme. Ahora sí, ésta es la mía, lo abrazo, lo tapo y Descansa mi amor.
– ¡Mamá, yo quiero que sea de día!
No puede ser, no hace ni 5 minuto que he vuelto a dormirme.
Ha sido un bucle infinito hasta las 7 de la mañana. Una tortura que por suerte no se ha repetido. La excitación, el agotamiento del viaje y las pocas horas que han dormido han sido el antídoto perfecto. Por fin he podido disfrutar de mi no-jet lag y he dormido 9 horas de un tirón.