Es la semana de la matrícula en el colegio. El niño deja la guardería y en septiembre empieza curso en la escuela de los mayores. Salimos de casa sin carrito. No tenemos chupetes. Pañales sólo para cuando él duerme y biberón de vez en cuando, después de cenar. Comen lo mismo que los adultos. Se lavan los dientes. El Ratoncito Pérez ya ha estado en casa. Nunca llevamos recambio de ropa. Sólo cogemos toallitas humedas, un descubrimiento al que no puedes renunciar a partir del momento que entra en tu vida. Caminan sin cansarse, sobre todo ella. Se comunican a la perfección. Interactúan, piensan, tienen opiniones propias. Hacen bromas. Se hacen mayores.
Una liberación. Hemos cambiado los complementos por explicaciones y negociaciones. No echo de menos carretear cachivaches y alimentos imprescindibles para mis niños. Les explico un cuento para dormir o me lo explican ellos. Los 4 dormimos noches del tirón. Son capaces de argumentar qué les gusta o les molesta. Intentan torearte cada dos por tres y, lo que es peor, lo consiguen más de lo que nos gustaría.
He olvidado como era dormir a un bebé en mis brazos. Pequeños, frágiles, con aquella piel y aquel olor. Ahora ella huele a colonia. Él, a menudo, a gatito. Cada día más altos, más fuertes, más atrevidos, más ágiles y más hábiles. Se abrazan. Se explican cosas. Ríen. Ríen mucho. Y nosotras. Los hijos a menudo nos hacen mejores personas, o nos hacen creer que lo somos. Casi todos lo intentamos. Sin palabrotas, más educados, respetando semáforos, reciclando, esforzándonos por ser razonables, comprensivos, tolerantes. Ellos aprenden de los mayores y los mayores aprendemos de ellos.