Cada día el mismo ritual. Llegamos a casa, vacío las mochilas, saco la bata de la niña, la sacudo y empieza la musiquilla: tic, toc, pling, plong, pof! Un montón de tesoros esparcidos por el suelo: piedras, piedrecitas, piedrazas, anillas, un hilo… ¿Cómo puede reunir tantas porquerías el rato del patio? Sé que es una práctica habitual y tengo constancia que yo lo hacía. Mi madre siempre me recuerda que subiendo por el ascensor me preguntaba:
– ¿Qué tienes en la mano?
– Nada…
– ¿Seguro?
– Es una piedra del parque. Me gusta. La quiero para casa.
Ahora intento vaciar la bata cuando la niña no está presente, recojo los trastos y directos a la basura. Sí, soy mala.
Hoy mientras hacía el ritual he recordado lo que pasó hace un año, más o menos. El niño todavía no iba a la guardería.
La niña entra por la puerta de casa corriendo y gritando:
– ¡Te he traído un regalo! ¡¡¡Mira, tengo un regalo para ti!!!
Es para el hermano. Mete la mano en el bolsillo y saca una piedra pequeña, gris.
– Es para ti. Mira que bonita, es pequeña y suave, como tú.